Arte experimental en cautividad: etiquetas, algoritmos y otros mecanismos de domesticación

Arte Experimental

Hace unos días estaba buscando música en Bandcamp. Quería escuchar cosas nuevas, trabajos de artistas que se mueven en los márgenes, improvisación libre, discos que te descolocan el oído. Escribí “experimental” en el buscador, afilé un poco más con algunas etiquetas y empecé a bajar el scroll…

Y me di cuenta de algo incómodo: cada vez me resulta más difícil encontrar lo que busco. Bajo la palabra “experimental” aparecía de todo: ambient bonito para estudiar, neoclásico de playlist, electrónica amable con portadas muy pulidas, noise bien domesticado para sonar de fondo mientras trabajas.

No es que considere que esa música sea “mala”, la dicotomía entre el bien y el mal nunca me ha gustado. El problema era otro: la etiqueta “experimental” ya no decía nada. Era una promesa vacía, una quimera.

Todo valía.

A partir de ahí, la sospecha se hizo más grande:
si “experimental” se ha convertido en una palabra hueca, ¿qué ha pasado por el camino?
¿Y qué tiene que ver la IA en todo esto, si es que tiene algo que ver?

Spoiler: tiene bastante que ver.

De etiqueta viva a palabra vacía

Durante años, para muchxs de nosotrxs “experimental” significaba algo muy concreto, aunque difícil de definir: riesgo, escucha radical, estructuras abiertas, obras que se podían caer en directo, piezas que no sabías si iban a “funcionar”, lo impredecible…

No era un género, era una actitud. Podías encontrarla en un concierto de improvisación libre, en una performance en un centro social, en un net-art del 2003 o en una instalación que dependía de que un router decidiera no caerse.

Adorno y Horkheimer ya señalaban hace décadas que la cultura funciona como una fábrica: estandariza, empaqueta la diferencia y la vende como producto.

Lo que antes era signo de disidencia, termina convertido en un estilo reconocible, listo para su uso y consumo:

  • Lo punk se convierte en camisetas de una multinacional de ropa. Sus consumidores no saben quienes eran los Buzzcocks pero llevan una camiseta con su nombre porque es tendencia.
  • Lo subcultural se convierte en filtro de Instagram.
  • Lo experimental se convierte en categoría de catálogo o de festival masivo.

En la sociedad del espectáculo que describía Guy Debord, la diferencia no se destruye: se exhibe. Los márgenes se convierten en decoración, y palabras se desgastan.

“Experimental” ya significa otras cosas:

“Algo un poco raro, pero no demasiado.”
“Lo que queda bien en un dossier para sonar contemporánexs.”
“Lo que se etiqueta así porque da prestigio, aunque el riesgo esté en mínimos”.

Improvisación libre: cuando el riesgo acaba siendo un género

Si queremos entender lo que hemos perdido al vaciar las palabras de significado, la improvisación libre y ciertas prácticas experimentales son un buen espejo.

Pienso, por ejemplo, en John Cage y en cómo desplaza el foco: del resultado a las condiciones del juego. Azar, partituras abiertas, instrucciones, uso del I Ching… No es “música rara” sin más: es una forma de reorganizar quién decide, cuándo y cómo.

Y pienso también en artistas como Wade Matthews, un gran maestro para quien la improvisación libre es una investigación sonora situada:

Escucha radical — atención al espacio — relación con lxs otrxs — conciencia del momento presente

La improvisación libre, en su mejor versión, no es un tipo de sonido, no es un producto manufacturado, es un proceso: algo que pasa entre cuerpos, instrumentos, contextos. No hay garantía de que funcione. Justo ahí está lo valioso.

Del vinilo al algoritmo

Si la primera industria cultural del S.XXI se parecía a una fábrica de discos o películas, la versión actual se parece más a un sistema de recomendaciónes.

Ya no se trata solo de producir obras estandarizadas, sino de capturar datos, predecir comportamientos, y mantenernos atadxs a una plataforma.

La diferencia, lo raro, lo marginal, lo experimental… es un insumo.
Sirve para dar la sensación de diversidad y para alimentar algoritmos que necesitan variación controlada.

Sociedad del espectáculo algorítmico

En la sociedad del espectáculo clásica todo se volvía imagen. En la versión algorítmica, todo se vuelve dato-espectáculo:

  • Número de escuchas
  • Likes
  • Tiempo de visualización
  • Porcentaje de interacción
  • Capacidad de generar “engagement”

Lo experimental ya no es tanto una experiencia de descolocación, sino un segmento de audiencia.

Tu pieza disonante, tu vídeo raro o tu concierto imposible pueden convivir en la misma interfaz que el resto, subordinados a la misma lógica:
¿retiene? ¿genera clics? ¿produce datos aprovechables?

La máquina que hace “experimental” bajo demanda

La IA generativa entra en este contexto como una turbo-máquina de espectacularización. No inventa la lógica, pero la acelera.

  • Se entrena sobre archivos culturales gigantescos (música, imágenes, textos, vídeos).
  • Absorbe estilos, gestos, estéticas que nacieron muchas veces en márgenes incómodos.
  • Devuelve “novedad” que en realidad es promedio sofisticado de ese archivo.

Lo experimental se vuelve un preset: pides “pieza experimental” y obtienes drones, glitches, disonancias… Pides “visual experimental” y recibes texturas granuladas, errores bonitos, cuerpos extraños. Pides “cine experimental” y te devuelve algo que ya viste mil veces en festivales.

Lo inquietante no es solo la estética en sí, sino la promesa:

Puedes tener “lo experimental” sin pasar por el proceso experimental.

Sin incertidumbre, sin escucha en tiempo real, sin riesgo de que el concierto sea un desastre o que la pieza no llegue a puerto.

La IA empaqueta el efecto de lo experimental, no la experiencia de experimentarlo.

La IA se integra sin fricción en la lógica de la sociedad del espectáculo algorítmico:

  • Produce contenido infinito para alimentar feeds.
  • Ajusta lo que genera a las métricas de lo que “funciona”.
  • Normaliza estilos marginales al convertirlos en opciones de menú.

El margen deja de ser margen: es un estilo disponible en un desplegable, un filtro más para mantener el espectáculo en marcha.

Y nosotras, nosotros, nosotres: también jugamos el juego

Sería fácil decir que la culpa es “de la industria”, “de las plataformas” o “de la IA”. Pero hay una parte incómoda: también participamos.

Marcamos nuestros proyectos como “experimentales” porque es la etiqueta que abre puertas en ciertas convocatorias. Aceptamos ciertas palabras porque sabemos que “venden mejor” ante jurados, galerías o festivales. Ajustamos el discurso (y a veces la práctica) para encajar en la presentación.

No siempre es cinismo. Muchas veces es supervivencia.
Pero el efecto acumulado es fuerte: las palabras se vacían, los procesos se adaptan a la etiqueta en lugar de al revés, la diferencia real se vuelve difícil de sostener.

¿Qué podemos aprender de la improvisación libre?

Volver a las condiciones, no a los resultados

Si algo une a ciertas tradiciones experimentales y a la improvisación libre es el foco en las condiciones del juego:

¿Quién decide?

¿Cuánto control acepto soltar?

¿Qué margen dejo al azar, al contexto, al espacio, a lxs otrxs?

¿Qué puede salir mal y estoy dispuestx a asumirlo?

Trasladado a la IA, la pregunta no es solo “¿qué imagen/música me devuelve?” sino:

  • ¿Qué datos estoy usando?
  • ¿Qué modelo? ¿De quién? ¿Bajo qué reglas?
  • ¿Qué tipo de relación quiero establecer con esa herramienta?

Hay una diferencia enorme entre simular lo experimental y usar la IA como un elemento más dentro de un proceso experimental real.

La improvisación como práctica situada (también con máquinas)

La improvisación libre trabaja siempre con un “aquí y ahora”: sala, público, cables, errores, cuerpos, instrumentos de lo más diverso.

Podemos pensar la IA en esos términos:

  • No como oráculo perfecto, sino como instrumento parcial, con sesgos, límites, tiempos.
  • No como fábrica de resultados, sino como participante en una situación: algo con lo que se negocia, no algo que se obedece.
  • No como atajo al efecto “experimental”, sino como campo donde abrir nuevas formas de escucha, de error, de conflicto.

Eso exige algo que el capitalismo de plataformas odia: tiempo, paciencia y soberanía. Procesos que no pueden explicarse en una línea de catálogo.

He vuelto a Bandcamp. Sigo usando la etiqueta “experimental”, pero ahora sé que me está diciendo menos que antes. He aprendido a leer entre líneas: editoriales, sellos, descripciones, quién toca, de dónde viene, qué redes se mueven alrededor.

Quizá la clave esté ahí: no creer demasiado en las etiquetas, ni cuando vienen de la industria ni cuando salen de nuestra propia boca.

Si la IA es un potenciador de la estrategia capitalista de la sociedad del espectáculo 2.0, nuestro trabajo como artistas, curadorxs, docentes o programadorxs no es negar su existencia, sino decidir cómo y desde dónde la usamos, qué palabras dejamos que se vacíen y cuáles queremos re-llenar a fuerza de práctica, escucha y riesgo.

Porque tal vez lo verdaderamente experimental hoy no sea marcar una casilla en Bandcamp o en una convocatoria, sino sostener procesos que no entran tan fácil en el desplegable.

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